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#APD

Sabrina (otro femicidio poco narrado)

Por Alejandro Cruz 

Todo se dio vuelta. La tierra se salió de su eje, y miles de pájaros volaron en su cabeza. Reía, lloraba, pero no podía transmitirlo a nadie ¿así era realmente? 

Ya había olvidado cuánto tiempo hacía que nadie la tenía en cuenta. Después de su última película, “Jerking”, nadie más la había contratado. Recordaba cuando era Sabrina, la reina de las películas de bajo presupuesto, “B” que le dicen. En su piel encarnó valquirias, guerreras del espacio, prostitutas que eran heroínas y consumían heroína, etc, etc. Pero de eso había pasado mucho tiempo. Ahora, con sus cuarenta y dos años a cuestas, aunque era bellísima y su cuerpo de amazona estaba bien formado, actrices de veintitantos años habían ocupado su pedestal, y era difícil convencer a alguien que aún Sabrina podía seducir y calentar a más de una entrepierna masculina (y femenina también). La industria es cruel, salvaje, y cuando cumplió sus treinta y cinco años ya dejó de ser potable para los estudios donde había pasado casi quince años de su vida filmando. 

Intentó producir ella misma películas de otros; fracasó estrepitosamente. Abrió aquel local de remeras, muñequitos y todo el merchandising de sus personajes. Incluso lo atendía ella misma los primeros tiempos, lo que le proporcionó algunas divisas, pero luego sus muñecas y sus remeras pasaron prontamente al olvido. 

Era el olvido de presencia en las marquesinas, pero lo que Sabrina no podía olvidar era mantener un hogar con dos hijos fruto de su unión con otro colega, que la había abandonado ni bien dejó de ser la Reina, para pasar a ser un peón más en la sociedad. A medida que el tiempo pasaba, su cuenta bancaria iba menguando, ganándole a veces la desesperación, estado emocional que sólo le acarreó un gasto extra a la manutención de su tren de vida: el alcohol. Y si bien a veces alguna reposición de sus viejas películas le daba un momentáneo alivio a sus carencias monetarias, la ilusión de ser famosa otra vez se diluía ni bien los espectadores se levantaban de sus butacas y se iban a continuar sus vidas cotidianas, algo que ella hacía mucho no podía continuar porque estaba deprimida notablemente. 

Así fue que, en aquel febrero, los avatares de su destino la pusieron como moza de lujo en un cabaret bien puesto, local donde concurrían empresarios y algunos potentados del mundo del espectáculo. Tenía conciencia de que el dueño del centro nocturno la había contratado no solo por su atractivo físico, sino porque era reconocida por los clientes, lo que la convertía en una especie de atracción circense: ser atendidos por Sabrina, la Reina del “B”, con una ostentosa bandeja donde llevaba el whisky caro y el champagne. 

Cierta noche en que transcurría su jornada glamorosa, el jefe de mozos la llamó aparte. En esa ocasión Sabrina estaba realmente hermosa. Tenía un vestido mini negro ajustadísimo, medias negras finas contorneaban sus piernas largas y esculturales, y calzaba unos zapatos clásicos negros que realmente le daban estatura y porte de valquiria, como en su otrora exitosa zaga de “Princesa guerrera”. Su jefe le dijo que en la mesa ubicada en el privado estaba el maestro Santini, escritor multimillonario y famoso guionista de las grandes producciones cinematográficas, el acaparador de premios más encumbrado del mundillo del espectáculo. Santini la había reconocido y pidió que la moza alta y esbelta se acercara a su mesa, y entonces el jefe le dio la orden que fuera a atenderlo. 

Santini era un millonario excéntrico. Había obtenido un éxito rotundo con sus novelas, y a los 22 años ya era famoso y rico. Ahora a los 67, era un viejo perverso que gustaba de las compañías femeninas más disímiles y a veces no hacía falta que éstas fueran necesariamente femeninas. Eso sí, jamás había perdido su clase y su distinción, a pesar de los excesos y las extravagancias. Atrás habían quedado cuatro o cinco matrimonios con escritoras, actrices, modelos, todo un gran circo en el que abrevó con el fin de promocionar su figura y su permanente presencia en el estrellato. A fin de cuenta, no solo era famoso por sus novelas y guiones, sino también por sus escándalos. 

Y ahora estaba allí, con su pelo largo teñido de rubio platinado, sin importarle mostrar la tremenda calva. Tenía puesto un saco de piel de leopardo y muchos colgantes que apenas dejaban ver su camisa de raso escarlata. Era sin dudas el gran Santini, y la estaba esperando. Apenas la vio entrar, se levantó de su silla y presuroso corrió a acomodar la otra donde Sabrina iba a asentar sus deseadas asentaderas. Ordenó champagne para dos, y la charla comenzó. 

Aquella noche de febrero, mucho tema tiró a la mesa Santini, porque era también un gran charlista, un seductor nato, mientras la ex reina lo observaba con ojos asombrados. Lo observaba así no tanto por la charla, que en cierto punto ya la había mareado, pues el hombre era una verdadera catarata de verborragia, sino también observaba su ropa, sus joyas, que ostentaba pomposamente y con descaro. Pensaba si ella quizá podría convertirse en algún lujo permanente para el viejo, teniendo en cuenta el interés y la deferencia que le profesaba. 

Más pronto ya no supo precisar qué le interesaba y qué no, porque el rubio champagne había corrido a raudales y sin darse cuenta habían pasado horas departiendo y bebiendo. “Tengo caramelos también” alcanzó a escuchar, y Santini sacó de sus bolsillos internos unos paquetes pequeños que realmente parecían caramelos, caramelos de albo polvo en su interior, que degustaron también con fruición sobre la mesa del privado. Hacer eso y escucharlo decir ¿“vamos a casa reina?”, fue una sola cosa. 

En medio de su risa histérica alcanzó a distinguir que Santini saludaba a su jefe y de su billetera surgían unos cuantos billetes que alcanzó a depositar en el bolsillo externo del maître, acto que rubricó con unas suaves palmaditas en el hombro de aquel. Y afuera, lo que ella tanto extrañaba: la limousine negra, larguísima, que esperaba a sus ocupantes. Saludándola con garbo, el chofer, también negro, abrió la puerta y la invitó a pasar. ¡Por fin volvían los viejos tiempos! estaba extasiada, frenética de placer, y allá fue a dar su humanidad, sobre el mullido asiento del coche larguísimo, cayendo sobre el pecho de Santini que ordenó partir al chofer y aprovechó para manosearla con deleite. 

Ya en la mansión del extravagante maestro, éste la hizo pasar al vestíbulo, y le pidió que lo esperara, pues quería darle un regalo. Ella lo vio subir por la amplia escalera y se dejó caer sobre una primorosa silla Luis XV, e intentó encender un cigarrillo, pero recordó que su cartera había quedado en el cabaret. Después la buscaría, total, esa noche era como una inversión a futuro. 

Raudamente bajó los escalones Santini. Atrajo una silla al lado de Sabrina y le acarició el cabello rubio y despeinado. Ella lo miró como una colegiala ilusionada y con una caída de ojos reafirmó que la pasaba bien. ¿Jugamos? Pidió él. Ok amor, contestó simplemente ella, que no podía pararse todavía. Del interior del saco leopardo, Santini sacó un 38 reluciente, que blandió con maestría con su mano derecha. Sabrina tuvo un indicio de reacción, pero su falta de reflejo por la borrachera y los caramelos le impidió levantarse. Sin embargo, el maestro otra vez le estaba acariciando el cabello suavemente. “¿No es fálico putita?”, “mira el caño… no es fálico?” Sabrina intentó responder, pero se encontró con el caño del 38 en su boca, y la voz del maestro que decía: ¿puedes lamerlo? ¿Puedes lamerlo como si fuera una…? 

Pero no pudo terminar la frase. Al colocarle el caño en la boca, y presa de su propia embriaguez, el maestro hizo un movimiento en falso, y la terrible detonación rasgó la mansión de treinta y tres habitaciones. 

Todo se dio vuelta. La tierra se salió de su eje, y miles de pájaros volaron en su cabeza. ¿Reía, lloraba, pero no podía transmitirlo a nadie… ¿así era realmente? 

A la calma horrible que siguió después, siguió un leve sonido, el del 38 cayendo inerme sobre la alfombra, como inerme quedó en la silla Luis XV la reina del “B”, con la cabeza recostada sobre su hombro izquierdo, mientras la sangre comenzaba a humedecer su vestido negro de noche… 

Cuando llegó el chofer y vio la terrible escena, no pudo menos que ahogar un grito. El maestro no le dio tiempo para el asombro o el comentario, simplemente le dijo: querido, creo que maté a alguien… 

Relato basado en el femicidio de la actriz Lana Clarkson perpetrado por el músico y productor Phil Spector, en California, la madrugada del 3 de febrero de 2003. 

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