Sep 28, 2023
Por Alejandro Cruz
Al alba del 24 de septiembre de 1812, aquel abogado devenido en General, de voz aflautada, marcada palidez, que irradia firmeza y decisión, ya tiene aprestado para la batalla al Ejército del Norte. Le ha costado no poco sacarlo de la postración, luego de aquella penosa misión de vaciar literalmente a Jujuy, quemando sembradíos, ranchos, casas, y llevándose a cuestas el ganado para tener comida. El éxodo jujeño desmoralizó a los habitantes de la provincia y a los soldados que tuvieron que cumplir aquella orden extrema. Pero se imponía esa estrategia, los realistas estaban bajando con mucho ímpetu desde el Alto Perú, aquella esquiva provincia del ex Virreynato que no se doblegaba ante la Revolución, y había que dejarle campo arrasado al enemigo.
Manuel Belgrano ha aprovechado esos días para entrenar a sus subordinados, a pesar de la disposición de Buenos Aires que le ordena replegarse y continuar dejando la destrucción detrás de sí. El General sabe que puede, que sus soldados pueden, y ha decidido desobedecer a la orgullosa y muchas veces ciega Reina del Plata. Se les va a plantar a los godos en Tucumán, con nuevos bríos, con el apoyo de los tucumanos, y de hombres que los secundan de la talla moral y militar de Díaz Vélez y Dorrego. Sabe que se juega una carta definitiva, la última, sin embargo tiene fe y ha dicho a quien quiera oírlo, que si las fuerzas de la Patria son derrotadas, él se quedará en el cerco, dispuesto a morir como un soldado más, “con honor” le dice a su Estado Mayor.
Los suboficiales del Ejército del Norte han salido los días previos a reclutar gauchos. A duras penas les han enseñado los rudimentos de la acción bélica de la caballería. No obstante eso, los sargentos y los cabos advierten que esos hombres desordenados, desprolijos en todo aspecto, son bravíos, valientes, arrojados, y le han comunicado a Belgrano que esa gente está lista y será útil para sumar. Entonces el General los aliena junto al resto de su gente. Ya todo está listo cuando el sol barrunta sus primeras luces en el campo de batalla de Tucumán.
A lo lejos, ya se escuchan los bramidos de los godos que comanda Pío Tristán, su ex compañero de estudios y amigo. Tiembla la tierra ante el galope de la caballería enemiga. Se vienen. Es la hora. El destino comienza a desplegar su juego que tiene preparado de antemano, desde eones atrás, desde el mismo origen de todo, el sino que cada ser y cada partícula tienen asignado en este universo inconmensurable.
Manuel Belgrano levanta su sable de General y grita “¡Fuego!” y las baterías de la artillería patriota hacen tronar el alba, partiendo en dos al ejército realista. Vuelan cuerpos, cabezas, achuras, sueños…dos, tres, más descargas de cañones continúan haciendo un daño terrible, provocando que los gritos y alaridos de los heridos y mutilados, agregue una nota más a esa horrenda cacofonía de galopes, metales y pólvora por doquier. Hecha su labor la artillería, Belgrano ordena a la carga y a degüello a la caballería
Y es entonces cuando esos gauchos reclutados dejan de serlo para convertirse en demonios desatados, en furias con cabalgadura, que todo lo cortan, lo degüellan; empuñando sus tacuaras con cuchillos atados con soga en sus puntas, hieren de muerte y achuran a todo lo que se les enfrenta, son furias, son fuerzas de la naturaleza emergentes de esa tierra que hoy se tiñe de sangre. Hacen tajos hasta en el cielo, porque de pronto el limpio añil se oscurece, como si sangrara despanzurrado también: sangre negra con formas de nubes, que truenan a la par de la artillería, y vomitan una inesperada tormenta sobre aquel campo de Marte y de muerte.
Si algo faltaba para hacer de esa jornada bélica un hecho épico inolvidable, mitológico, se produce en el mismo momento en que bajo aquella tormenta ventosa, la infantería patriota se larga contra el ejército de Tristán, para aliviar la carga que el flanco derecho de aquél, aún intacto, intenta cerrarse sobre la retaguardia de los soldados de Belgrano: una manga de langostas desciende sobre la densa humareda de pólvora, polvo y gritos, aportando su cuota de horror y sorpresa. El viento les viene en contra a los godos, y les enrostra el agua y los bichos enardecidos, picándolos, encegueciéndolos. Es el fin para el ejército de Pío Tristán, que inició la batalla con el doble de hombres que los del Ejército del Norte. Sin embargo, ahora huyen en desbandada. Han triunfado las armas de la Patria, ha triunfado el tesón y la valentía de Belgrano.
La liquidación de los restos del otrora poderoso cuerpo de ejército realista, termina al día siguiente. Dorrego y Díaz Vélez se hacen de todo el material abandonado por los realistas en su huida: cañones, armas, caballos, vituallas. El triunfo ha sido total, es un hito histórico, una bisagra en la proyección para obtener la victoria final que llevará a cabo San Martín más adelante, y concluirá Bolívar en Ayacucho.
Belgrano, hombre devoto de la Virgen María, aprovecha ese día 25 de septiembre para darle a la Sra. De La Merced, su bastón de mando, nombrándola de hecho, Generala del Ejército del Norte, ante la emoción incontenible del pueblo de Tucumán y de sus soldados, que vivan a su General abogado, a su valiente y gallardo jefe, honesto hasta en los errores. Quiere así Belgrano honrar a la Virgen por ese milagro que él ha pedido al Altísimo y la Madre del cielo ha intercedido a su favor para que fuera concedido: ganar la batalla con agallas, valentía, y honor…y langostas que jugaron para el bando correcto.
Gloria y Honor a Manuel Belgrano.